Esta mañana
estuve jugando con un bisturí entre las costillas de mi tórax y, con un poco de
cuidado, mucha paciencia, algo de habilidad y aguantando el dolor he logrado abrir un bonito
agujero en el centro de mi pecho. Luego he cogido unas pinzas y he sacado un
trocito del órgano más aforme y cicatricial que alberga mi cuerpo. Aquí os
dejo, para gozo y disfrute y, por qué no, repulsión y náuseas, un trocito de mi
corazón. Espero que os guste a ustedes, porque a mí no.
Ella tenía 15
la noche que la conocí, unas horas más tarde, 16. Era una niña, una niña muy
bonita, preciosa. Pero nada más que eso, sólo una niña bonita de tantas.
Gracias a mi poder seductor y a mis hábiles dotes sociales (con etanol de por
medio, por supuesto), conseguí que esa niña bonita fuera mía, con el obstáculo,
siempre presente, de que pronto volaría a una ciudad unos 2000 kms de distancia
de ella. Pero no importó, pues ella me quería. Y pronto se convirtió en la
mejor pareja que he tenido en mis veintidós años de vida.
Yo, como
no, era su primer amor, aquel que
primero la besaría, aquel que primero le haría sentir cucarachas en el vientre,
aquel que la tocaría por primera vez y gozaría de la mágica transformación.
Podía esperar meses, años… lo que fuera. Su inocencia era el muro del norte de
Invernalia y yo pretendía escalarlo con mis propios dedos. Y lo haría, ¡vaya
que sí lo haría! Esos ojos se lo merecían.
Era la
historia de hadas perfecta. ¿Cómo dudar del bello amor adolescente? Aquel que
tú también sentiste, que sabes cómo te penetra las entrañas ardiendo como
pequeñas alas de fénix que revolotean por todo tu pecho. Aquel que te arropa
por las noches con un invisible beso de ternura dulce y te despierta por las
mañanas con una bandada de haditas que aletean nerviosamente a tu alrededor. ¿Y
qué puede existir en el mundo que te llene más que un primer amor? Sí, eso es,
precisamente: un primer amor correspondido. No imagináis la alegría que me
suponía poder dárselo.
Y eso quise pensar
que era, señores y señoritas. El príncipe azul que convierte su calabaza en un
bello carruaje brillante de hermosos colores rodeado de lentejuelas. Aquel
príncipe azul que lucharía contra los innumerables dragones de sus miedos y la
liberaría de los más altos castillos. A ver, ¿por qué no iba a hacerlo? Veía
sus ojitos buscarme cuando me encontraba cerca de ella. Respondía con urgencia
mis mensajes. Estaba siempre dispuesta a hablar conmigo, poco que fuera, y poco
era, ciertamente: era ahorradora de palabras mi dama, casi hasta la avaricia.
No había nada en nuestra perfecta relación de tres meses que me hiciera dudar
de su amor. Ingenuo. Siempre he sido ingenuo.
El mazazo te
lo das cuando te das cuenta de que eres más jodidamente inocente que ella, al menos
en términos de amor. Y que todos los sueños que planeabas cumplir algún día a
su lado para hacerla la mujer más feliz del mundo (sí, LA PUTA MUJER MÁS
JODIDAMENTE FELIZ DEL MUNDO), todos los deseos de protegerla para que no
tuviera que sufrir los daños y desamores que sufriste tú en el pasado de pronto
caen… cuando te dice, un día cualquiera, a una hora cualquiera, en una
conversación cualquiera: a ver, me gustas, pero no sé si tanto como antes.
…
¿Entendéis,
amigos? Esta es una de las muchas razones por las que me gusta presumir de ser
un enfermo. Un pobre enfermo desgraciado. Lo divertido fue preguntarle unas
horas antes de la reveladora frase: ¿me amas? Y que me contestara sin dudar con
un bonito “sí”. Sonreír como un gilipollas.
Y, tras
sacarme tanta mierda del pecho, asqueado ya de escribir esto, os dejo con una
historiecita que escribí pretendiendo reflejar de la manera más fiel e
ilustrativa de la que fui capaz cómo me sentí en ese momento en que salieron a
flote sus dudas y con ello, el inevitable derrumbe de mi persona.
http://mimundoenfermo.blogspot.com.es/p/las-enormes-alas-blancas-acariciaban-el.html
http://mimundoenfermo.blogspot.com.es/p/las-enormes-alas-blancas-acariciaban-el.html
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