domingo, 8 de junio de 2014

Depresión

     Os hablaré, queridos lectores inexistentes, de mi trastorno mental (el primero, ojalá único): depresión. Sí, depresión. Pero no el tipo de depresión que sufrió tu vecina cuando se le murió el periquito, ni siquiera el tipo de depresión que sufrió ésta misma al perder a su marido. No, os hablo de otro tipo de depresión muy distinta, aquella en la cual tienes todo lo que quieres: tengo novia, tengo amigos, tengo estudios o estoy en ellos, tengo padres y hermanos, y todos me quieren.

     ¿Por qué demonios hablas tú de depresión, maldito idiota, si no tienes ningún problema en tu vida? Hablo de depresión como mi enfermedad, del mismo modo que tu tía habla de su epilepsia y las pastillas que debe tomarse para estar bien, o del mismo modo que habla tu hermano de su migraña, que sufre una vez a la semana con suerte, por la que debe restringir ciertos alimentos y guardar en su bolsillo un cóctel de medicamentos. De eso os hablo: de depresión clínica. De que estoy tan enfermo como cualquier otro que cree que su enfermedad orgánica es más real o su dolor más profundo. Discutidlo con mi médico los incrédulos.

     Y os explicaré el porqué de que un chico joven, atractivo (a su forma de verlo), inteligente, ambicioso, entusiasta (al menos antes de enfermar), seguro, decidido, con una familia que le paga las matrículas de la universidad cada año y la estancia en una ciudad lejana a la suya, siente cada día la misma pesadez sobre su cuerpo y su cabeza, el mismo desatino impertinente, la misma fatiga (no sólo mental) que le impide hacer tantas tareas que su cerebrito idealista quiere desempeñar. Simplemente, está enfermo. Le ha costado dos años al señorito aceptarlo, porque, claro, la depresión no es una enfermedad de verdad ¿no? Si estás triste… ¡ponte contento! ¡Cómprate un perro! ¡Échate novia!

No.

     Creedme. No. No es tan fácil. Y aunque tomo religiosamente cada medicamento que el psiquiatra me prescribe, intento seguir los consejos que me da la gente, trato de evitar la soledad (esto, quizá, es lo más difícil), mi estado no cambia. Sí, hay semanas en las que consigo levantarme a las 6:30 de la mañana e ir a clase de las 8. Pero hay otras en las que las sábanas de mi cama me hunden hacia las más profundas tinieblas de la inutilidad.

Y así es mi vida, una maldita marea.


Y, tras releer lo que acabo de escribir, convenciéndome a mí mismo de que ha quedado leíble y tras darle unas caladas a mi tabaco mal liado, os ilustraré mi anterior escrito con un humilde relato que escribí hace puede que un año:

http://mimundoenfermo.blogspot.com.es/p/un-puto-mimo-haciendo-el-ridiculo.html


Ele

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