jueves, 23 de octubre de 2014

Corro


     Gentío aletargado, frívolo, gris y espeso. Masas inertes y miradas vacías, humo, sudor y sangre. Me abro paso entre empujones de rabia. Los seres se apartan ofendidos, me insultan, pero no me cuesta lo más mínimo ignorarlos. Mis ojos son lava viva tratando de huir de sus órbitas, mirándolo todo, ansiosos, sin ver nada. No hay nada a mi alrededor, sólo palabras, gritos, ruido, camisas de cuadros, faldas brillantes, gomina, tacones y animales de peinados extraños. Mientras camino un tumulto de ira se retuerce bajo mi garganta y trata de asfixiarme con violencia, como la mordida de una serpiente alrededor de mi cuello.
  

      Mi frente tropieza con un hombro que flota entre la multitud y maldigo con agresividad al engendro que acaba de cruzarse en mi camino sin darle la satisfacción de mirar siquiera su cara, si es que tiene alguna. Lo esquivo y trato de proseguir mi camino, pero unos dedos se enganchan en mi brazo. Se me eriza el vello de la nuca tras el contacto y siento un latigazo de náuseas en las tripas. Giro la cabeza despacio para comprobar si provienen del mismo individuo con el que tropecé y así es. Sin pensarlo un segundo descargo todo mi odio en su mejilla y sacudo mis nudillos ardorosos tras el impacto. El molesto y cansino ruido que llevo aguantando durante toda la noche de pronto cesa y el chaval de casi dos metros pierde el equilibrio hasta aterrizar de rodillas con una mano cubriendo su mejilla izquierda. Sus miserables colegas tratan de retenerme, pero yo me apresuro a huir del jaleo que acabo de montar con una cínica satisfacción en mis labios. Pero algo me impide retomar mi camino: unas murallas azules aparecen de repente ante mí. Corro.

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