Gentío
aletargado, frívolo, gris y espeso. Masas inertes y miradas vacías, humo, sudor
y sangre. Me abro paso entre empujones de rabia. Los seres se apartan
ofendidos, me insultan, pero no me cuesta lo más mínimo ignorarlos. Mis ojos
son lava viva tratando de huir de sus órbitas, mirándolo todo, ansiosos, sin
ver nada. No hay nada a mi alrededor, sólo palabras, gritos, ruido, camisas de
cuadros, faldas brillantes, gomina, tacones y animales de peinados extraños.
Mientras camino un tumulto de ira se retuerce bajo mi garganta y trata de
asfixiarme con violencia, como la mordida de una serpiente alrededor de mi
cuello.
Mi frente
tropieza con un hombro que flota entre la multitud y maldigo con agresividad al
engendro que acaba de cruzarse en mi camino sin darle la satisfacción de mirar
siquiera su cara, si es que tiene alguna. Lo esquivo y trato de proseguir mi
camino, pero unos dedos se enganchan en mi brazo. Se me eriza el vello de la nuca
tras el contacto y siento un latigazo de náuseas en las tripas. Giro la cabeza
despacio para comprobar si provienen del mismo individuo con el que tropecé y
así es. Sin pensarlo un segundo descargo todo mi odio en su mejilla y sacudo
mis nudillos ardorosos tras el impacto. El molesto y cansino ruido que llevo
aguantando durante toda la noche de pronto cesa y el chaval de casi dos metros
pierde el equilibrio hasta aterrizar de rodillas con una mano cubriendo su
mejilla izquierda. Sus miserables colegas tratan de retenerme, pero yo me
apresuro a huir del jaleo que acabo de montar con una cínica satisfacción en
mis labios. Pero algo me impide retomar mi camino: unas murallas azules
aparecen de repente ante mí. Corro.
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